Las condiciones del encuentro
Uno de los aspectos sobresalientes en el análisis de la moda y que ocupa el centro de la atención de los investigadores es el dinamismo en los cambios que ella impone y la permanente mutación, a escala histórica, de los criterios con los cuales se juzgan sus productos. Hacia el final del siglo XIX, el sociólogo norteamericano Thorstein Veblen se lamentaba de que aquella "lucha incesante para conseguir la belleza en el vestir" no resultara en "una aproximación gradual a la perfección artística". Sólo así –pensaba– se confirmaría una relativa estabilidad en sus realizaciones en orden a consagrar un ideal artístico que mantuviera la tendencia constante en las formas que visten al ser humano. De esta manera, asociaba la insatisfacción declarada en la sucesión continua de las modas con la falta de un paradigma universal que acordase, al modo como lo hace el arte, un período de consensos más o menos prolongado. Algunos años después, Helen Grund también se quejaba de que “el cambio continuo de la moda, que decreta una revisión constante de todas las partes de la figura, obliga a la mujer a preocuparse permanentemente de la belleza”2. Según las declaraciones citadas, parece que la primera coincidencia entre arte y moda se revela en las pretensiones, que ambos comparten, de concretar una obra "bella", aunque la variación en la moda haga difícil identificar un ideal que cumpla con la función canónica que en el arte ocupan las "escuelas" o los "movimientos". Se trata, entonces, de una convergencia accidentada, no exenta de conflictos, que no puede ignorar los matices que señala la propia historia de la estética pero tampoco admitir una separación quirúrgica, precisamente en un terreno en el que se expresa la misma espiritualidad humana3.
Por ello interesa recordar que, si Aristóteles reservaba el adjetivo "bello" para lo dotado de “magnitud y orden”, mientras Santo Tomás prefería definirlo como “aquello que a la vista place” –concepto fundado en la proporción y la armonía–, la filosofía moderna se inclinó por establecer que la belleza artística procedía de la subjetividad del gusto y de la universalidad del juicio estético (Kant), los cuales marcan el nivel de su valoración4. El lugar para la crítica de la belleza era, entonces, el individuo y el fenómeno de la apreciación artística sólo podía ser tratado dentro de los límites de la psicología. En la moda, por otra parte, la belleza aparecía como el resultado de un arte “menor” –o simplemente una “técnica”– logrado por la combinación adecuada del diseño, la nobleza de los materiales y la paleta de colores o texturas, siempre que dichos factores se encontraran aceptados por la sensibilidad general de la época. Se comprende, pues, por qué la belleza en la moda se manifestara siempre vinculada con otras exigencias que proceden tanto del reconocimiento social –que reúne la capacidad para nuclear, distinguir y elevar–, como de la funcionalidad con que la vestimenta permite cumplir las tareas de la vida cotidiana o acomodarse a las exigencias de un traje gremial –la capacidad para identificar–. Estas razones nos llevan a ejecutar una distinción entre las diversas dimensiones del vestido humano que no se agotan en la “estética”, en tanto preocupación por la belleza, sino que se amplían con las funciones “higiénica”, “púdica” y “distintiva”5; de ellas, sólo la última conduce a una consideraión claramente social del fenómeno del atuendo. Y es a partir de esa mirada de la moda como un hecho intrínsecamente semiótico o comunicativo que se inscribe en un ámbito de relación con otros múltiples factores de transacción social como, por ejemplo, el dinero o la reputación. De ahí que Veblen haya imaginado una ley de proporcionalidad inversa por la cual el aumento de la riqueza y el derroche ostensible (con el consiguiente crecimiento de la reputación pecuniaria) son suficientes para provocar el abandono o la superación del sentido de la belleza. La consecuencia inmediata es que la rotación de las modas se acelera y el criterio estético pierde paulatinamente su peso decisorio. La sociología, entonces, desplaza a la psicología de la estética y se hace cargo de la interpretación de la moda. De modo que, habiendo identificado al comienzo una región de encuentro en torno al ideal de “belleza”, sin embargo, pronto hemos advertido que el gusto y la apreciación estética no son suficientes para una demarcación significativa en el territorio de los intercambios entre arte y moda, y debemos recurrir a una inspección más sofisticada de las condiciones del “exhibirse” como clave hermenéutica para desentrañar el nuevo constructo cultural del arte-moda.
La tentación de la fusión
En su famoso estudio “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, Walter Benjamin introduce la idea de aura con la intención de explicar qué es lo que se pierde en la multiplicación de una pieza original6. La singularidad y la irrepetibilidad otorgan una dimensión única a aquellas cosas que se inscriben en el ámbito de la creación artística. La reproducción y la masividad facilitan el acceso a la apropiación del arte pero, al mismo tiempo, eliminan la autenticidad que es la nota que remite a la historicidad del origen.
La vinculación, pues, entre el aura y la autenticidad se establece al modo de una pausa en el flujo temporal que sustrae al arte del devenir y lo mantiene a salvo de la valoración circunstancial. La denominada eternidad del arte, es decir, el reconocimiento de la perfección sin límites de espacio o tiempo, resguarda su esencia de la contaminación dialéctica a la que se vería sometido en los escenarios cambiantes de la galería, el teatro o la sala musical. Cuando el arte eterno –y por eso, lejano– pierde el aura, se convierte en objeto inmediato, consumible, mero residuo icónico más apto para la crítica que para la fruición7, desmontado de todo aparato ritual y, finalmente, nostálgico de su abandonada condición trascendente.
Un aspecto crucial de este proceso ha sido tratado por Jean Baudrillard cuando advierte que “la exigencia museal de inscripción eterna de las formas y la de la actualidad pura funcionan simultáneamente en nuestra cultura” (Baudrillard, 1980, p. 103), porque son el resultado de la reducción al mínimo cultural simbólico, matriz de nivelación y reutilización universal. Esta equiparación logra eliminar, precisamente, las marcas temporales del aura y extiende la permutación de las formas artísticas al infinito. De ahí que, según Baudrillard, el museo y la moda hayan surgido contemporáneamente:
La moda hace lo mismo según su ciclo: conmuta y hace jugar entre sí a todos los signos absolutamente. La temporalidad de las obras de museo es la del perfecto, de la perfección: es el estado muy particular de lo que ha sido, y jamás actual. Pero la moda tampoco es jamás actual: especula con la competencia de las formas a partir de su muerte y de su almacenamiento, como signos, en una reserva intemporal. La moda readapta de un año al otro lo que ha sido, con una libertad combinatoria enorme. De ahí también su efecto de perfección instantánea.
Perfección museal también, pero de formas efímeras (Baudrillard, 1980).
Si ahora seguimos esta línea de razonamiento no nos sorprenderá encontrar, cada vez más, experiencias de fusión de moda y museo, que respondan a la doble necesidad cultural de la «nivelación semiótica» –como garantía de coexistencia de lo diferente–, por una parte, y de «novedad» –como oposición a la tradición de estilos incompatibles o apariencias contradictorias–, por otra. Así, el arte se abre, gracias a la plataforma de legitimación que es el museo, para recibir expresiones de la moda que buscan su identidad generando una fusión entre ambos universos, pero también subordinándose al proceso de desacralización que implica el estadio final de la democratización de la moda8. Para mencionar sólo algunos casos de aquella tendencia, basta recordar que el diseñador valenciano Manuel Fernández inauguró el 9 de septiembre de 2011 en el Museo Príncipe Felipe de La Ciudad de las Artes y de las Ciencias de Valencia una muestra que fusiona sus trajes con las pinturas de artistas como Chillida, Úrculo, Genovés, Manolo Valdéz o Viteri. El proyecto recibió el título de Fashion Art y ya en el año 2003 se había iniciado con una primera exposición en el Museo de Bellas Artes de Buenos Aires. Y es en esa misma ciudad, en el marco de la mayor muestra de arte, ArteBA –edición 2010–, que Tramando de Martín Churba presentó un ejemplo de art-couture al invitar a la artista Paula Toto Blake a diseñar piezas en goma negra bajo el título de “Sombras”, que serían emuladas por los textiles de la casa de modas.
Con intención similar, la sevillana Carla Corcías propone, desde el año 2000, piezas de moda pintadas a mano por ella con el objetivo de darles exclusividad. “Arte en la moda” –sostiene– es su objetivo y con esa consigna elabora vestidos, camisetas, carteras, collares y otras prendas decoradas por su mano.
La colección otoño-invierno 2010/2011 de las diseñadoras colombianas Trinidad Castillo y Carmen Schäfer se presentó en el marco de la exposición de la Colección Norte de Arte Contemporáneo, ubicada en el vestíbulo de la Biblioteca Central de Cantabria, bajo el nombre de Ariadne y el Minotauro, de manera que los visitantes debían adentrarse, metafóricamente, entre los cuadros de la muestra como en un laberinto para descubrir las creaciones de las autoras. Algo similar ocurre en Londres desde 1999, en el Albert & Victoria Museum, donde se desarrolla el evento mensual Moda en Movimiento que “cruza el puente entre las pasarelas en vivo y las muestras estáticas del museo. Transmitiendo la energía de la moda como acción, las modelos caminan por las galerías del museo usando las últimas colecciones de los máximos diseñadores” (Anderson, 2005, p. 377).
Finalmente, otro ejemplo lo constituye la exposición del museo del Fashion Institute of Technology (FIT) de Nueva York, que inauguró en diciembre de 2011 “Grandes diseñadores: parte uno”, donde se exhiben obras de destacados modistas de los siglos XX y XXI como Christian Dior o Coco Chanel. Entre las obras expuestas se destaca un traje de chaqueta estampado con cuadros de Marilyn Monroe pintados por Andy Warhol, simbolizando la fusión entre moda y arte. Ha quedado claro, por la enumeración anterior, que la moda –una vez sometida esencialmente a la reproductibilidad técnica–, pretende recibir el aura de la originalidad –y de la permanencia– cuando es validada por el arte. Conste que aquí no nos referimos a los cruces o influencias que ha recibido la moda por parte del arte y que, a lo largo de la historia, reconoce algunos paradigmas magistrales9. En este punto, cabe recordar que “en 1927 Sonia Delaunay daba una conferencia en La Sorbona titulada "La influencia de la Pintura en el Arte del Vestido", organizada por el Grupo de Estudios Filosóficos y Científicos, donde equipara los cambios en la pintura desde el Impresionismo a los cambios en el vestido, habló de geometría, color y de una concepción de los vestidos con criterios artísticos”(Capilla, 2003). Entre nosotros, es conocida la muestra de la artista –vinculada con el Instituto Di Tella– Dalila Puzzovio, “Doble Plataforma”, en la década del ´60 en la que se exponían zapatos diseñados por ella10. No, en rigor, aquí hablamos de una transfiguración de la moda que la lleva al límite de su función social. Como afirma Lipovetsky, se hace necesaria una nueva substancialización casi de raíces ontológicas –para el hombre tanto como para sus creaciones–, un nuevo peso significativo, que sea capaz de superar la obsolescencia acelerada (Lipovetsky, 1990, p. 107) distintiva de la lógica de la moda. Y es ella misma la que recurre al expediente de la fusión como salvaguarda final para su vigencia, porque sabe del riesgo que significa la permutación de la copia por el original y la entronización de la simulación11. La ecuación de la moda-arte ofrece, entonces, la ilusión de derrotar la dinámica de la sociedad de consumo y sus procesos cíclicos de producción de valores-signo12 a favor de un ideal de consistencia y perdurabilidad.
Sobre códigos, apariencias y simulaciones
Cuando R. Barthes, ya en 1967, interpreta que la moda se asemeja a un lenguaje13 con su propia gramática –el código de la moda14– no sólo nos ofrece un camino de exploración hacia la constitución de su núcleo íntimo sino que nos anima a someter a una adecuada contextualización cada intento por decodificarla. En efecto, “con la moda, la superficie corporal se convierte en el locus simbólico a partir del cual se pone en marcha el lenguaje de las relaciones sociales” (Vidal Claramonte, 2003, p. 86). Esta dimensión comunicativa15 –esto es, fundamentalmente, relacional– esconde, sin embargo, una diferencia radical respecto de su capacidad referencial. Baudrillard lo explica así:
La moda, como el lenguaje, apunta en el acto a la socialidad (el dandy, en su soledad provocadora, es la prueba de ello a la inversa). Pero a diferencia del lenguaje, que apunta al sentido y se esfuma ante él, la moda apunta a una socialidad teatral, y se complace en sí misma. (…) Contrariamente al lenguaje que apunta a la comunicación, ella simula la comunicación, hace de ella la puesta sin fin de una significación sin mensaje. De ahí su placer estético que nada tiene que ver con la belleza o la fealdad (Baudrillard, 1980, pp. 108-109).
El pensador francés nos advierte sobre algo que todavía no habíamos observado. Ya no se trata de superar el ideal de belleza –punto de contacto posible con el arte– sino de establecer que lo estético constituye un límite en sí mismo, un estadio narcisista en el cual el mensaje se vuelve sobre el sujeto en un juego de espejos16 que construye una representación de sí mismo17, psicológica, social y comunicativa, para consumo personal. Asoma, pues, una «estética de la identidad» en la que "el hablante del lenguaje de la moda es un creador de información nueva, inesperada para el público e incomprensible para éste" (Lotman, 1999, p. 56). porque el primer destinatario es él, en tanto observador privilegiado de su propia autoconstitución18. Ahora bien, esta perspectiva reclama una revisión del nexo semiótico entre arte y moda. Si antes habíamos justificado la aproximación entre ellos como un intento de la moda por conseguir la transferencia del aura artística y así lograr cierta dislocación de los ciclos programados de obsolescencia, ahora nos enfrentamos al vaciamiento de la representación –susceptible del arco de valoraciones que van desde la belleza a la fealdad– causado por la auto-referencialidad del sujeto de la moda. ¿Qué diferencia al dandy decimonónico y a su afán de no ser aceptado (e imitado) por los demás, de este nuevo «solitario» devenido protagonista de una humanidad artificial, fantasmagórica?19
La búsqueda de una imagen corporal de sí mismo adquiere hoy la plasticidad del arte que se ejecuta sobre el lienzo blanco o sobre el mármol sin forma20. La indumentaria es tan sólo uno de los factores que facilitan una replicación constante de los rasgos más deseables de nuestra biografía: la juventud, la sexualidad, el ánimo o la actitud pueden ser «fijados» con ayuda de la moda. Las máscaras multiformes del mundo fashion son la llave de la permanencia o del cambio en la apariencia; es el éxtasis de la simulación que gratifica pero que no logra articularse en los vínculos sociales y sepulta al individuo bajo el peso de un aislamiento frágil e ingenuo. La «precesión del simulacro» de la moda –como lo llamaría Baudrillard– implica “la transición desde unos signos que disimulan algo a unos signos que disimulan que no hay nada” (Baudrillard, 1987 a, p. 18).
Por eso, quizás, las experiencias de moda-arte, en clave de fusión, intentan ser la última carta para conseguir una lectura abierta de la vestimenta que remita a un observador autónomo capaz de "estilizar y aprisionar en una expresión significativa el furor pasajero de los cuerpos o el remolino infinito de las actitudes" (Camus, 2008, p. 333).
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